miércoles, 16 de febrero de 2011

Femme Fatale

http://www.youtube.com/watch?v=Edwsf-8F3sI

Iba a dejar un par de platos más en la mesa y, de repente, lo noté: algo fallaba. Entre todo el alboroto de manos, personas que golpean la mesa riéndose efusivamente de un chiste y la batalla entre los cubiertos y la comida, reducida al golpeteo intermitente del metal contra la vajilla, había una persona, una chica, inmóvil entre todos ellos. Parecía ajena al lugar y a la situación, una nube blanca en medio del cielo azul. Mientras dejaba los platos suavemente, casi haciendo malabares, entre las cabezas distraídas, tuve tiempo de contemplar sus hombros con el rabillo del ojo. Alcé la vista y ahí estaba, con la mirada clavada en mí, atenta a cualquier movimiento, como un depredador que calcula la situación antes de abalanzarse, implacable, sobre su presa; con la soberbia de quien se sabe vencedor antes de iniciar siquiera el combate. Tenía esa mirada de femme fatale que tienen algunas mujeres desde el mismo momento en que nacen; una mirada que te hace sentir náufrago hasta en el puerto más firme, un canto de sirenas salido de sus ojos, embaucador y mágico, que haría perderse en la locura hasta al mejor hombre. Podía sentir dentro de mí que aquellos ojos veían mi pasado y mi presente y podrían dictar mi futuro, y que, sin embargo, me aseguraban que nada importaba más que aquel preciso instante. No la había visto bajar, ni sentarse. Ese día fue mi jefe quien asignó las mesas a los camareros.

Yo trabajaba en uno de esos salones donde se celebran comuniones, bautizos, comidas y cenas de empresa y ese tipo de eventos. Al llegar los comensales, los camareros nos apostamos a unos metros de las escaleras de bajada con las manos a la espalda, estoicos, con la camisa negra impoluta, dispuestos a ofrecer un servicio “con sonrisa y con agrado”, como diría mi jefe. Es en ese momento cuando hacemos un repaso del personal para que los camareros solteros elijan las mesas donde se sientan las jovencitas guapas con el fin de, bueno, realizar el mejor servicio posible y quizás gastarles la típica broma de “invitarlas” a alguna copa en la barra libre.

Así que allí estaba yo: completamente paralizado, preso de unos ojos del color del alba. Su pelo castaño enrojecía hacia la raíz y la nariz y los pómulos salpicados por un centenar de pecas que contrastaban contra su pálida piel. No podría decirse que sonreía pero ahí estaba, esa tensión en los labios y en los párpados, ese semblante pícaro y divertido, arrogante y avasallador, la certeza absoluta de que estaría perdido para siempre con solo un chasquido de sus dedos de porcelana. Me di la vuelta y traté de ocultar mi inquietud pero sentía sus ojos abrasándome la nuca cuando entré por la puerta abatible que daba a la cocina.

Jugueteó con el plato pero apenas probó bocado en toda la tarde. Yo salía una y otra vez por la puerta que daba al salón y, en cuanto había recorrido 2 metros, ella volvía la vista de donde la tuviera para fijarla en mí, como si me sintiera cerca, como si me oliera. Me seguía con la mirada casi sin pestañear y marcaba mi camino hasta que me alejaba de su mesa y volvía a desaparecer tras la puerta. Sus ojos intentaban atraparme y yo me esforzaba por no caer en su trampa. Cuando empezó a sonar la música, la gente se levantó de las sillas y se fue colocando en torno a la barra. Aquel día mi jefe me hizo quedarme en la barra, junto con otro compañero, a servir el primer golpe de copas y después saldría a recoger las mesas. De repente la vi, lejos, entre la multitud, me buscaba con la mirada entre mis compañeros que recogían, pero yo no estaba allí. Por primera vez, la miré sin que me estuviera mirando ella a mí y la contemplé. Sus movimientos dulces. Su gracioso vestido. Volvió la vista hacia el único sitio que le quedaba, me encontró la mirada y, por un momento, supo lo que yo estaba pensando, así que me dedicó una media sonrisa que decía: touché. Siguió por allí, distraída, dedicándome una mirada fugaz cada pocos minutos, quizá para controlar mi posición, quizá para que yo supiera que ella también me miraba. Se acercó a la barra y se abrió paso entre la gente sin apenas tocarlos.

- Hola ¿Qué quieres? – pregunté, formal y profesional.

- Agua – dijo – por favor –. Y me extendió el vaso que llevaba en la mano. Dijo gracias cuando lo tuvo lleno y se dio la vuelta graciosamente para volver a marcharse.

Al cabo de un rato, cuando la gente se había tomado una o dos copas y ya no estaban tan sedientos, salí de la barra a ayudar a mis compañeros a recoger las mesas. La vi bailar mientras me miraba. Sin duda quería hacerme sufrir deliberadamente. Aunque inconscientemente, pues es evidente que ella no sabía lo que estaba haciendo, el proceso para el que había sido perfectamente diseñada.

Estaba recogiendo una mesa cuando un dedo me tocó el brazo. Me giré. Sonreí.

- Hola – dije.

- ¿Me das más agua? – dijo, extendiendo el vaso hacia mí.

- ¿Cómo te llamas?

- Laura – dijo tranquila, esperando la pregunta. Seguía teniendo la misma mirada, la misma mueca de hacía horas. Creo que la reservaba para mí.

- ¿Cuántos años tienes, Laura?

En ese momento, sacó una de sus manos, entrelazadas a su espalda desde que había llamado mi atención con el dedo, y la extendió delante de mi cara. Dejó de sostenerme la mirada para echar un rápido vistazo, orgullosa, a sus cinco deditos bien abiertos.

- Muy bien, Laura. Pues tienes que ir allí a la barra, donde está el otro chico, y él te dará el agua, ¿vale?

Asintió con la cabeza y me dedicó otra media sonrisa con la misma mirada fija en mis ojos. Se dio la vuelta lentamente y volvió a desaparecer. Esa fue la última vez que la vi ese día. Y siempre. Y creedme si os digo que, de no ser porque tenía 5 añitos y no levantaba 2 palmos y medio del suelo, os juro que esa niña estaba intentando romperme el corazón.