domingo, 15 de abril de 2012

4 Segundos


Esta entrada va dedicada especialmente a Turirai, que desde que la escribí fue su favorita y desde que la eliminé no ha dejado de pedírmela. Aquí la tienes. Os echo de menos.

http://www.youtube.com/watch?v=JuP4HMko5vM&feature=&p=35B39EB73B855535&index=0&playnext=1


Moví el brazo ligeramente y su cara se movió como si fuera una prolongación del cañón del arma. Tenía la boca abierta y la saliva había empezado a derramarse por las comisuras de sus labios.

He recordado aquel día desde entonces. Es el día que no me dejaría volver a dormir. No recordaba por qué debía hacerlo. Quizá era uno de esos trabajos que alguien se los encarga a otro alguien que, a su vez, se los encarga a otro alguien y así sucesivamente hasta que la cadena termina en un dramático eslabón.

El caso es que entré en aquella habitación y se me ocurrió pensar que la luz blanca fluorescente no era la más adecuada para la escenografía. Él estaba allí de pie, mirándome, esperándome. Miré al arma al mismo tiempo que sus ojos se posaron en ella y volví a mirarle a él, directamente a los ojos. No le conocía. Apenas un nombre. Después de apretar el gatillo poco importaría.

Nos miramos durante una eternidad, sin mediar palabra, cada uno en su lugar, víctima y verdugo. Vi en sus ojos el remordimiento y la culpa. No vi lucha ni miedo. Vi resignación y liberación. Si me lo preguntaran diría que ese chico sentía alivio de saber que todo iba a terminar. Pero no lo dijo.

¿Sabéis por qué cuando se decapita a alguien se coge su cabeza del cabello y se alza en el aire? No es por sadismo. No es para que los que presencien tal acto lo vean. Es justo lo contrario. El cerebro tarda de 5 a 7 segundos en morir cuando separas la cabeza del cuerpo, así que aún queda algo de tiempo para que esa persona vea las caras de horror de la gente, para que vea su propio cuerpo, para que sienta su absoluto dolor.

Así que levanté la mano y el cañón de la Block se introdujo en su boca. Sin parafernalia. Así que moví el brazo ligeramente y su cara se movió como si fuera una prolongación del cañón del arma. Como decía, tenía la boca abierta y la saliva había empezado a derramarse por las comisuras de sus labios. Acaricié suavemente el gatillo y él supo que iba a disparar. Me sorprendió por un momento porque su boca se tensó en lo que hubiera sido una sonrisa de tener los labios pegados. Una sonrisa que se reflejó en sus ojos que, al fruncirse, dejaron escapar un par de lágrimas. Sonreía y lloraba en el mismo momento en que yo apreté el gatillo.

El tiro fue limpio, con una trayectoria ligeramente ascendente. Le salió por la nuca seccionando su bulbo raquídeo y partiendo la parte ósea que unía su cráneo a la columna vertebral. Justo antes de que se desplomara conseguí ver en sus ojos quién era. Por un momento volvió a ser ese muchacho que recordaba, lleno de vida y optimismo, feliz y tranquilo, en paz con el mundo y consigo mismo. Si me lo preguntaran diría que ese chico era feliz por saber que todo había terminado. Pero no lo dijo.

Lo último que recuerdo son 4 segundos teñidos de rojo escarlata, el frío suelo bajo mi espalda y el espejo en la pared, a un metro de altura, salpicado de sangre.