miércoles, 18 de septiembre de 2013

La cola de la langosta.

Era una de esas mañanas bonitas. De esas especialmente bonitas. El sol entraba por la ventana de la cocina, filtrándose a través del visillo. Cuando el viento soplaba levemente, el visillo ondeaba y así, yo veía el sol resplandecer en cada brizna del césped del jardín. No vivíamos cerca de la costa pero, esa mañana de Domingo, la cocina olía a mar. Mi madre parecía caminar de puntillas por la cocina, de un lado a otro, multitarea la llamarían ahora. Multitarea, una palabra que inventaron las madres, las buenas madres, aunque ellas no lo supieran nunca.

La cocina olía a mar, como digo, y es que una de las cosas con las que danzaba mi madre aquella mañana en la cocina eran 4 langostas que, a mis ojos de inexperta imaginación, parecian más monstruos marinos que el manjar poco asequible al que teníamos acceso de vez en cuando gracias a mi tío, que trabajaba de repartidor para un supermercado que fue del padre del hombre que se casó con la hermana de mi abuela.

Me fijé especialmente en ella aquella mañana. Mi madre le había cortado un gran trozo de la cola a cada langosta y yo le pregunté que por qué las cortaba por la mitad.

- No las corto por la mitad, - dijo - hay que quitarles este trozo.

- Ah... pero ahí aún queda pescado.

- No es pescado cariño! jajaja - rió mi madre a mi tonto comentario - Esto se llama langosta y aunque vive en el mar no se llama pescado, sino marisco.

- Entonces queda mucha langosta ahí... - dije yo, esta vez acercándome a la encimera y comprobando que, efectivamente, la carne de la langosta que quedaba por el extremo que nos íbamos a comer no tenía diferencia alguna con la que quedaba en el extremo que mi madre se disponía a tirar a la basura.

- Pues haz una cosa - dijo mi madre llevándose pensativa el dedo índice a los labios. - Cuando veas a la abuela, pregúntale la receta. Ella fue la que me enseñó a cocinar langosta y la verdad es que nunca le pregunté.

Aderezó las partes de las 4 langostas que iba a cocinar y las metió, las 4, en el horno, además de una llanda con algo más que no conseguí ver.

La abuela no vivía lejos, y quizá pasarían un par de días hasta que la viera, tiempo más que suficiente para que a mí se me hubiera olvidado la langosta, amén de que mi curiosidad nunca aprendió a ser paciente. Así que decidí coger la bici y darme una vuelta hasta su casa. Vivíamos en un pueblo pequeño, y en un tiempo donde el chaval que yo era aquel día, ese que estaba a punto de hacer un gran descubrimiento, aún podía salir a la calle y cruzar de punta a punta sin problema. La mayoría de la gente se conocía y entre la fábrica de zapatos y el aserradero prácticamente todos los del pueblo compartían lugar de trabajo. No había mucha novedad en aquel pueblo.

Llegué a la casa de la abuela y allí estaba ella, regando las plantas en el patio, no me oyó entrar.

- Hola abuela!

- Hijo, no te había oído, por Dios qué susto - dijo la abuela, exagerando.

- Abuela, mi madre está cocinando unas langostas y me ha dicho que tú la enseñaste a hacerlas.

- Anda, pues no ha llovido nada... - dijo mi abuela. Ella conservaba esa sonrisa de Historia en la que podías comprender el paso del tiempo y la vida, y siempre le asomaba cuando pensaba en su juventud.

- Tú sabes por qué hay que tirar las colas?

- Jajaja, y esa pregunta?

- Pues porque mi madre ha cortado las langostas y casi les quita la mitad, y yo creo que ahí aún queda langosta.

- Pues la verdad es que a mí - dijo mi abuela aún sonriendo - me enseñó a cocinarlas mi madre. En el mueble del comedor está el libro de recetas que aún conservaba mi madre, tu bisabuela, de su abuela! Imagínate lo viejo que es. Él y yo! jajaja! - rió mi abuela con ganas.

Así que me dirigí hacia el comedor. Los muebles de la casa de mi abuela siempre me han parecido especiales, no sé por qué, pero huelen distinto.

No tardé en encontrarlo, era realmente viejo. Lo habían encuadernado de forma casera. La caligrafía era muy bonita, aunque yo entonces no supiera apreciarlo del todo. Pasé las páginas con cuidado, algunas estaban desprendidas, otras habían sido sustituidas por páginas más nuevas escritas a bolígrafo azul y con una letra distinta. Las recetas originales estaban escritas a lápiz y se habían ido deteriorando, emborronando o simplemente desapareciendo. Encontré la receta de las langostas pasada la mitad. La leí y era exactamente como la hacía mi madre, como se la enseñó su abuela, con una sola diferencia: un asterisco. Ponía:

- Cortar, aproximadamente, 3 dedos desde el principio de la cola de la langosta, en función de su tamaño*

Al pie de página estaba la explicación del asterisco.

Salí a despedirme de la abuela, le di un beso y un abrazo. Ella me abrazó y me dio unos 432 besos seguidos en la mejilla mientras yo sonreía. Cogí la bicicleta y empecé a pedalear. Yo tenía 14 años y, justo en ese momento, supe que ya no pertenecía a ese lugar.

*No olvidar cortar la langosta porque el horno es demasiado pequeño para que quepa entera.

http://belenclaver.wordpress.com/2010/07/14/el-paradigma-de-los-monos/